jueves, 5 de noviembre de 2015

Cine: "El hombre que Plantaba Arboles"


El Hombre que plantaba árboles


Jean Giono




Jean Giono 1953

                                                        Traducción al castellano
                                                        Carlos A. Guerra


Para que el carácter del ser humano muestre cualidades realmente excepcionales es necesario tener la suerte de observar su acción durante largos años.
Si esta acción esta libre de todo egoísmo, si la idea que la dirige es de una generosidad sin límites, si vemos que ella no busca recompensa alguna y que además deja marcas visibles en el mundo, estamos, sin riesgos de equivocarnos ante un carácter inolvidable.
Hace mas o menos cuarenta años realizaba un largo paseo a pie en lugares completamente desconocidos por los  turistas, en esa vieja región de los Alpes que penetra en la “Provence”.
Esta región limita al sur-este y al sur con el curso medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte, por el curso superior del Drôme, desde su fuente hasta Die; al oeste con las planicies del Condado de Venaissi y los contrafuertes del Mont Ventoux. Comprende toda la parte norte del departamento de los Alpes-Bajos, el sur del Drôme y un pequeño enclave de la Vaucluse. Eran, cuando inicié mi larga caminata en estas planicies, tierras desnudas y monótonas en los 1200 a 1300 metros de altura. Allí no crecían que lavandas salvajes.
Atravesé la región en su parte mas ancha y luego de tres días  de camino, me encontré con una desolación sin igual. Acampé junto a los restos de una aldea abandonada.
Desde la víspera no me quedaba agua y necesitaba absolutamente encontrarla. Las casas arrimadas en ruinas, como un viejo panal de avispas me hicieron pensar que en otro tiempo tuvo que haber poseído una fuente o una noria. Efectivamente había una fuente pero seca. Las cinco o seis casas, sin techo, mordisqueadas por el viento y la lluvia, la pequeña capilla con su campanario derrumbado, estaban dispuestas como las casas y las capillas de las aldeas vivas, pero la vida había desaparecido.
Era un hermoso día de junio con un sol radiante, sin embargo en esas tierras  inhóspitas y cerca del cielo el viento soplaba con una brutalidad insoportable. Sus gruñidos a través de los restos de las casas eran los de un fiera fastidiada durante su comida.
Debí levantar el campamento. Al cabo de cinco  horas de camino aún no encontraba agua y nada me permitía creer que hallaría. En todos lugares la sequedad era la misma, las misma hierbas amarillas. Me pereció entrever a los lejos una pequeña silueta negra, de pié. La tomé  por un tronco solitario. Por si acaso me dirigí  hacia ella. Era  un pastor. Una treintena de ovejas, tumbadas sobre la tierra caliente, reposaban cerca de él.
Me dio a beber de su cantimplora y poco después me condujo hasta su morada, en una ondulación del llano. Extraía su agua -excelente- de una noria natural muy profunda sobre la cual había instalado un polea rudimentaria.
Este hombre hablaba poco. Es propio de los solitarios, pero parecía seguro y confiado. Era algo insólito en esta tierra despojada de todo. No vivía  en una cabaña sino en una verdadera  casa de piedra. Se veía como su trabajo personal había reconstruido la ruina que  encontró a su llegada. Su techo era sólido y estanco. El viento que  lo azotaba producía en las tejas el sonido del mar sobre las playas.

Todo estaba en orden, su vajilla limpia, el piso barrido, el fusil engrasado; su sopa hervía en el fuego. Advertí  entonces que estaba impecablemente afeitado, que todos sus botones estaban solidamente cosidos, que sus ropas  estaban minuciosamente remendadas, al punto que los remiendos parecían invisibles.
Compartió su sopa conmigo y cuando le ofrecí mi petaca de tabaco el me indicó que no fumaba. Su perro silencioso como él, era amistoso pero no servil.
Dimos por hecho, inmediatamente, que pasaría la noche allí; el pueblo mas cercano estaba a mas de un día y medio de marcha, además yo conocía perfectamente el carácter de los habitantes de la región. Hay unas cuatros o cinco aldeas alejadas las unas de las otras, dispersas entre las  lomas de esos cerros entre bosquecillos de robles blancos al otro extremo de las autopistas. Ellas  son habitadas por leñadores que hacían carbón de madera. Eran lugares donde se vivía mal. Las familias apretadas las unas contra las otras. Ese  clima de una rudeza extrema, tanto en verano como invierno, aumentaba su egoísmo. La ambición irracional se desata en el deseo continuo de escapar de ese lugar.
Los hombres llevaban el carbón a la ciudad en sus camiones, para enseguida regresar. Hasta los temperamentos  mas templados pueden ser doblegados por esta tarea. Las mujeres rumiaban sus rencores. Competían constantemente por todo, …podía ser por la venta del carbón o por su sitio en el banco de la Iglesia, por virtudes o vicios o una mezcla de ellos. Y como si fuera poco el viento permanente les crispaba los nervios. Habían  epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, casi siempre homicidas.
El pastor, que no fumaba, fue a buscar un saquito y esparció sobre la mesa  su contenido. Un montón de bellotas.
Se puso a examinarlas una a una con gran atención, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa. Le propuse  ayudarlos y me respondió que era asunto suyo. En efecto: viendo el cuidado  que ponía en la tarea, no insistí. Aquella fue toda nuestra conversación. Cuando hubo escogido un gran número de bellotas buenas, las separó por grupo de diez aprovechando de eliminar las mas pequeñas o las que estaban ligeramente partidas, ya que las examinaba con mucha atención. Cuando tuvo delante suyo cien bellotas perfectas se detuvo y nos fuimos a dormir.
 La compañía de este hombre daba paz. Al día siguiente le pedí permiso para descansar un día mas en su casa. Lo encontró absolutamente natural, o para ser exacto, me dio la impresión que nada podía molestarlo. Este reposo no me era absolutamente necesario sin embargo estaba intrigado y deseaba saber mas sobre  el. Hizo salir su rebaño y lo llevó a pastar. Antes de partir mojó en un de balde de agua el saquito en el cual había guardado las bellotas que tan cuidosamente escogió y contó.
Advertí que a modo de báculo, el empuñaba una vara de hierro, gruesa como un pulgar, de un metro y medio de largo. Fingí pasearme y seguí un camino paralelo al suyo. El pastizal se encontraba en el fondo de un valle. Dejó su pequeño rebaño al cuidado de su perro y subió hacia el lugar donde me encontraba. Temí que viniera a reprocharme mi indiscreción pero no fue  así, estaba en su camino y me invitó a acompañarlo “sino tenía nada mejor que hacer” . Se dirigía a doscientos metros de allí, en lo alto de la loma.

Una vez en el lugar elegido empezó a clavar la barra de fierro en la tierra haciendo hoyos en los que ponía una bellota para luego taparla.
Plantaba Robles.
Le pregunté si era su tierra. Me respondió que no. ¿Sabía a quién pertenecía?. No lo sabía. Suponía que era una tierra comunal o quizás era propiedad de gente que no se ocupaban de ella. No le interesaba  conocer  a los dueños. Así plantó las cien bellotas con sumo cuidado.
Luego de la comida del mediodía, recomenzó a seleccionar las semillas. Pienso que fui bastante insistente en mis preguntas ya que respondió a todas ellas. Desde  hace tres años que planteaba árboles en esta  soledad. Había plantado cien mil. De las cien mil habían brotado veinte  mil. De esa veinte mil, el esperaba perder la mitad  a causa  de los roedores o de todo aquello que es imposible preveer en los designios de la Providencia. Quedarían, por lo tanto, diez mil robles que crecerían en esta tierra donde no había nada anteriormente.
Fue entonces que  me pregunté  sobre la edad de este hombre. Visiblemente  tenía  mas de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Fue propietario de una granja en la llanura. Allí  realizó su vida. Había perdido su único hijo, luego  a su mujer. Se había retirado en la soledad donde el tenía el placer de vivir sin prisa, con sus ovejas y su perro. Juzgó que esta región se estaba muriendo por falta de árboles. Agregó que no teniendo ocupaciones mas importantes, había decidido poner remedio a este estado de cosas.
Llevando yo también una vida solitaria, pese a mi juventud, sabía tratar con delicadeza las almas solitarias. Sin embargo cometí un error. Mi juventud, precisamente, me llevaba a imaginar el futuro en función de mi mismo y de una cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años estos diez mil robles serían magníficos. Me respondió, con toda sencillez, que si Dios le concedía suficiente vida, en treinta años habría plantado tantos otros  que esos diez mil serían como una gota de agua en el mar.
Por lo demás, ya había comenzado a estudiar la reproducción de las hayas y cerca de su casa tenía un vivero de ayunos. Las plantas, que el había protegido con una cerca de alambres, eran realmente hermosas. Pensaba también plantar abedules en las quebradas donde, me dijo, existía una cierta humedad a unos pocos metros de profundidad.
Nos separamos al día siguiente.
Un año mas tarde estalló la guerra de 1914 (*) en la cual fui movilizado durante cinco años. Un soldado de infantería no podía darse el lujo de reflexionar sobre los árboles. La verdad este asunto no me había marcado tanto,  lo consideré como un capricho, como una colección de estampillas y lo había olvidado.
Al término de la guerra me encontraba  con una minúscula prima de desmovilización pero con el gran deseo de respirar un poco de aire puro. Sin idea preconcebida, salvo ella, retomé el camino de los parajes desiertos.
La región no había cambiado. Sin embargo mas allá del pueblo muerto, me pareció ver  en la lejanía una especie de neblina gris que cubría las alturas como un tapiz. Desde la víspera había recomenzado a pensar en ese pastor plantador de árboles. “ diez mil robles, me dije, ocupan realmente un enorme espacio”.
Había visto morir demasiada gente durante cinco años como para no imaginar la muerte de Elzéard Bouffier, sobre todo que cuando estamos en la veintena se considera a los
(*) Primera Guerra Mundial.
hombres de cincuenta como ancianos que no les queda otra cosa que morir.

No estaba muerto. Mas aún, había rejuvenecido. Había cambiado de oficio. Ahora tenía solo cuatro ovejas, sin embargo contaba con un centenar de panales. Se había desprendido de sus ovejas que eran una amenaza para sus plantaciones de árboles. Ya que, me contó, ( y lo constaté) no se había preocupado en absoluto de la guerra. Había continuado imperturbablemente a plantar árboles.
Los robles de 1910 tenían entonces diez años y eran mas altos que yo y que el. El espectáculo era impresionante. Quedé literalmente sin palabras y  como el no decía  nada  pasamos el día en silencio a pasearnos en su bosque. El tenía, en sus tres partes, once  kilómetros de largo por tres kilómetros en su parte mas ancha.
Cuando recordamos que todo salió de las manos y del alma de este hombre – sin medios técnicos – comprendemos que los hombres podrían ser tan eficientes como Dios en otros dominios que la destrucción.
Había continuado con su idea, las hayas  que ahora me llegaban al hombro y que veíamos hasta donde la vista alcanzaba, lo atestiguaban. Los robles eran fuertes y habían pasado la edad de estar a la merced de los roedores; En lo que refiere a la designios de la Providencia, tendría que echar mano a ciclones para destruir la obra creada. Me mostró unos admirables bosques de abedules que databan de cinco años atrás, es decir de 1915, de la época en que yo combatía en Verdún. Los había situado en las quebradas, donde el pensaba, con justa razón, que había humedad casi a flor de tierra. Eran tiernos y decididos como adolescentes.

La creación parecía por lo demás desarrollarse en cadena. A el no le preocupaba. Continuaba obstinadamente su tarea simple. Descendiendo hacia la aldea vi correr agua en riachuelos, que de memoria de hombre, siempre habían estado secos. Era la mas maravillosa operación de reacción que  he visto nunca. Esos lechos secos habían visto alguna vez, en tiempos antiguos, correr el agua por  sus huellas. Algunas de esas aldeas  tristes de las que hablé al comienzo de mi relato, fueron construidas sobre los vestigios de antiguos pueblos galo-romanos de los cuales aún quedaban ruinas y en los que arqueólogos habían escavado y encontrado anzuelos en lugares donde, en el siglo XX, eran necesario cisternas para acumular un poco de agua.
El viento también esparcía algunas granos de semillas. Al mismo tiempo que el agua reaparecieron los sauces, los mimbres, los prados, los jardines, las flores y una razón de vivir.
Sin embargo la transformación era tan gradual que era percibida con algo normal sin provocar asombro. Los cazadores que subían a estas soledades, persiguiendo liebres o jabalíes, habían, evidentemente, constatado la abundancia de arbolitos pero lo atribuían a los caprichos de la naturaleza. Es por ello que nadie alteró la obra de este hombre. Si hubieran sospechado lo habrían contrariado. Pero era insospechable. ¿Quién podría imaginar en las aldeas o en las administraciones tal obstinación y maravillosa  generosidad ?.
A partir 1920, nunca dejé pasar  mas de un año sin ir a visitar a Elzeard Bouffier. Nunca lo vi flaquear ni dudar.
¡ Como saber si era el mismo Dios  que no lo apoyaba!. Nunca me di cuenta de sus adversidades. Pero debemos imaginar sin embargo que para realizar tal hazaña fue necesario vencerlas; que, para asegurar la victoria de tal pasión, debió luchar contra la desesperanza. Durante un año plantó mas de diez mil arces. Todos murieron. Al año siguiente abandona los arces recomienza con las hayas que crecían mejor que los robles.
Para  tener una idea mas o menos exacta de su carácter  excepcional, debemos  recordar que  el trabajaba en soledad absoluta, tan absoluta que, al final de su vida, había perdido la costumbre de hablar o quizás, no veía la necesidad de hacerlo.
En 1933 recibió la visita de un guardia-bosque asombrado. Este funcionario le ordena no hacer fuego al exterior, temiendo que ello pusiera en peligro el desarrollo de este bosque natural. – Es  la primera vez- le dice este hombre ingenuo, que  se veía crecer un bosque solo. A esta época, iba a plantar la hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitar el trayecto de ida y vuelta, (ya que tenía entonces 75 años) proyectó construirse una cabaña de piedra cerca del lugar de sus plantaciones, cosa que hizo el año siguiente,
En 1935, Una importante delegación administrativa vino a examinar este “Bosque natural”. En ella había un gran personaje de Aguas y Bosques, un diputado y técnicos.
Se pronuncian muchas  palabras inútiles. Se decide que era necesario hacer “algo”, felizmente no se hace nada, salvo la única cosa útil: poner el bosque bajo la custodia del estado y prohibir que con esos árboles se hiciera carbón. Era imposible  no sentirse subyugado  por la belleza de esos jóvenes árboles saludables y ello a tal punto que ejerció un poder de seducción incluso sobre el Diputado.
Tenía un amigo que venía entre los capitanes forestales de la delegación. Le expliqué el misterio. Un día, una semana mas tarde, partimos ambos a la búsqueda de Elzéard Bouffier. Lo encontramos en pleno trabajo, a veinte kilómetros del lugar inspeccionado por la Delegación.
No por nada este capitán era amigo mío. El conocía el valor de las cosas. Supo mantenerse en silencio. Ofrecí los huevos duros que había traído como aporte para la cena. Compartimos nuestra comida  en tres y las horas pasaron en una contemplación silenciosa del paisaje.
La ladera  por la cual veníamos estaba cubierta de árboles de seis a siete metros. Me acordé del aspecto de esa región en 1913 ; un desierto…
El trabajo pasible y regular, el aire  vivificante de las alturas, la frugalidad y sobre todo la serenidad del alma habían dado a este anciano una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. Me preguntaba cuantas hectáreas iba aún cubrir de árboles.
Antes de partir, mi amigo, hizo simplemente una breve sugestión a propósito de ciertas esencias a las cuales los terrenos de allí parecían convenirles. El no insistió. “ por la buena razón, me dijo mas tarde, que este hombre sabe mas que yo”. Al cabo de una hora de camino – cuando su pensamiento fue claro en el – agrega: ¡Sabe mas que todo el mundo. Ha encontrado una magnifica manera de ser feliz!
Fue gracias a este  capitán que no solo el bosque sino que también el bienestar de este hombre fueron protegidos. Nombró a tres guardias forestales, y los sermoneó de tal manera que fueron insensible a los cohechos que los leñadores pudieron proponerles.
La obra solo corrió peligro durante la guerra de 1939. (**)
(**) Segunda Guerra Mundial

En esa época los automóviles  funcionaban con gas y todo la madera que se podía encontrar era insuficiente para producirlo. Empezaron a cortar los robles plantados en 1910, pero los sectores estaban tan alejados de las rutas de transporte que no fueron interesantes del punto financiero para las empresas y los cortes fueron abandonados. El pastor nada supo de aquello. Estaba a treinta kilómetros de allí y continuaba tranquilamente su trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la guerra del 14.
Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces 87 años. Yo había retomado la ruta del desierto pero ahora, a pesar del estado lamentable en el cual la guerra había dejado la región, había un bus que hacía el servicio entre el valle de Durance y la montaña. Pensé que fue debido a este medio de transporte relativamente rápido, que no era capaz de reconocer los lugares de mis últimos paseos. Me  pareció que la ruta  me hacía pasar por lugares nuevos. Fue  necesario el nombre de una aldea para comprender que yo estaba sin duda en la región que otra vez vi en ruinas y desierta. El bus me dejó en Vergons.
En 1913, ese grupo de diez o doce casas tenía tres habitantes. Ellos eran salvajes, se detestaban y vivían de la caza de trampas, mas o menos en el estado físico y moral de los hombres de la prehistoria. Las ortigas devoraban las casas abandonadas. Sus condiciones de vida no tenían avenir. Solo podían esperar la muerte; situación que no predispone en absoluto a la virtud.
Todo había cambiado, incluso el aire. En lugar de los ventarrones secos y brutales, que me acogían en ese entonces, soplaba un viento suave cargado de aromas. Un sonido parecido al del agua venía de las alturas: Era el viento en los bosques.
Finalmente lo mas sorprendente, escucho el sonido del agua que corría en un estero. Habían construido una fuente y en ella el agua era abundante. Lo que me conmueve aún mas, habían plantado un tilo que debía tener ya unos cuatro años, símbolo incontestable de una resurrección.
Por lo demás Vergons mostraba signos  de trabajo y de un proyecto. Es decir la esperanza estaba de vuelta. Habían limpiado las ruinas, demolido los muros en mal estado y reconstruido cinco casas. La aldea contaba ya con 24 habitantes, de los cuales cuatro eran jóvenes parejas. Las casa nuevas donde veíamos el trabajo realizado, estaban rodeadas de jardines hortícolas donde crecían mezcladas pero bien alineadas, las legumbres y las flores, los repollos y los rosales, los puerros y los bocas de dragones, los apios y las anémonas.
Era ahora un lugar donde daba gusto vivir.
A partir de allí continué mi camino a pie. La guerra de la cual veníamos a penas de salir no había permitido el florecimiento  completo de la vida, pero Lázaro estaba fuera de su tumba. En las laderas  de la montaña se veía crecer campos de cebada y centeno y en el fondo de los estrechos valles el verdor de algunas praderas.
Bastaron ocho años, que nos separaba de esa época, para que toda la región resplandeciera de vitalidad y prosperidad. En el lugar donde vi ruinas  en 1913,  hoy veíamos granjas bien cuidadas y hermosas, en las que se adivinaba una vida dichosa y confortable. Los antiguos manantiales alimentados por las lluvias y la nieve que retienen los bosques volvían  a brotar. Las aguas fueron canalizadas. Junto a cada granja , en los bosquecillos de arce, los estanques de los manantiales rebosaban sobre tapices de menta fresca. Las aldeas se reconstruyeron poco a poco.
Gente  venida de la llanura, donde la tierra es cara, se estableció en la región aportando juventud, desarrollo, espíritu de aventura. En el camino encontramos hombres y mujeres bien alimentados, muchachos y muchachas que sabían reír y que habían recuperado el placer de las fiestas campestres. Si contamos la antigua población, irreconocible desde que ella vive gratamente, y los recién llegados, concluiremos que mas de diez mil personas deben su felicidad a Elzéard Boufier.
Cuando pienso que un solo hombre, reducido a sus simples recursos físicos y morales, fue suficiente para hacer surgir del desierto este  país de Canaán, encuentro que a pesar de todo la condición humana es admirable. Pero cuando llevo la cuenta de todo lo que ha sido necesario en constancia en la grandeza del alma y perseverancia en la generosidad para obtener este resultado, no puedo sino sentir un inmenso respeto por este viejo campesino que llevó a cabo esta obra digna de Dios.

Elzéard Bouffier murió apaciblemente en 1947en el Hospicio de Banon







                                   
                                    EPILOGO

Jean Giono escribió este cuento en 1953 a pedido de la revista estadounidense The Reader’s Digest. Para ser publicado en la sección : “El personaje mas extraordinario que haya conocido”.
En 1957, Giono envió la siguiente carta a uno de sus lectores, El Conservador de Aguas y Bosques de Digne, El señor Valdeyron:

Estimado Señor,
Lamento decepcionarlo, pero Elzéard Bouffier es un personaje inventado. La finalidad era hacer amar el árbol o mas bien hacer querer el plantar árboles, que ha sido desde siempre una de  mis ideas mas queridas. Y si juzgamos por el resultado, este fin a sido logrado por este personaje imaginario. El texto que usted a leído como “Trees and life” ha sido traducido al Danés, Finlandés, Sueco, Noruego, Inglés, Alemán, Ruso, Checo, Húngaro, Español, Italiano, Yiddish, Polonés. Yo he entregado mis derechos gratuitamente para todas estas reproducciones.
Un estadounidense vino a verme hace poco tiempo para pedirme la autorización de imprimir este texto a 100 mil ejemplares para distribuirlos gratuitamente en Estados Unidos, lo que evidentemente acepté . La Universidad de Zagreb ha hecho una traducción en yugoslavo.
Es uno de mis textos del cual me siento particularmente orgulloso. Jamás he ganado un centavo con el y es por eso que a realizado la tarea para la cual lo escribí.
Quisiera reencontrarlo, si le es posible, para conversar precisamente de la utilización práctica de este texto. Creo que ha llegado la hora que hagamos una “ política del árbol’ reconociendo que la palabra política parece mal adaptada.

Muy cordialmente.
Jean Giono.