El Hombre que plantaba árboles
Jean Giono
Jean Giono 1953
Traducción al castellano
Carlos A. Guerra
Para
que el carácter del ser humano muestre cualidades realmente excepcionales es
necesario tener la suerte de observar su acción durante largos años.
Si
esta acción esta libre de todo egoísmo, si la idea que la dirige es de una generosidad
sin límites, si vemos que ella no busca recompensa alguna y que además deja
marcas visibles en el mundo, estamos, sin riesgos de equivocarnos ante un carácter
inolvidable.
Hace
mas o menos cuarenta años realizaba un largo paseo a pie en lugares
completamente desconocidos por los turistas,
en esa vieja región de los Alpes que penetra en la “Provence”.
Esta
región limita al sur-este y al sur con el curso medio del Durance, entre
Sisteron y Mirabeau; al norte, por el curso superior del Drôme, desde su fuente
hasta Die; al oeste con las planicies del Condado de Venaissi y los
contrafuertes del Mont Ventoux. Comprende toda la parte norte del departamento
de los Alpes-Bajos, el sur del Drôme y un pequeño enclave de la Vaucluse. Eran,
cuando inicié mi larga caminata en estas planicies, tierras desnudas y monótonas
en los 1200 a 1300 metros de altura. Allí no crecían que lavandas salvajes.
Atravesé
la región en su parte mas ancha y luego de tres días de camino, me encontré con una desolación sin
igual. Acampé junto a los restos de una aldea abandonada.
Desde
la víspera no me quedaba agua y necesitaba absolutamente encontrarla. Las casas
arrimadas en ruinas, como un viejo panal de avispas me hicieron pensar que en otro
tiempo tuvo que haber poseído una fuente o una noria. Efectivamente había una
fuente pero seca. Las cinco o seis casas, sin techo, mordisqueadas por el
viento y la lluvia, la pequeña capilla con su campanario derrumbado, estaban
dispuestas como las casas y las capillas de las aldeas vivas, pero la vida
había desaparecido.
Era
un hermoso día de junio con un sol radiante, sin embargo en esas tierras inhóspitas y cerca del cielo el viento
soplaba con una brutalidad insoportable. Sus gruñidos a través de los restos de
las casas eran los de un fiera fastidiada durante su comida.
Debí
levantar el campamento. Al cabo de cinco
horas de camino aún no encontraba agua y nada me permitía creer que hallaría.
En todos lugares la sequedad era la misma, las misma hierbas amarillas. Me
pereció entrever a los lejos una pequeña silueta negra, de pié. La tomé por un tronco solitario. Por si acaso me
dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas, tumbadas
sobre la tierra caliente, reposaban cerca de él.
Me
dio a beber de su cantimplora y poco después me condujo hasta su morada, en una
ondulación del llano. Extraía su agua -excelente- de una noria natural muy
profunda sobre la cual había instalado un polea rudimentaria.
Este
hombre hablaba poco. Es propio de los solitarios, pero parecía seguro y
confiado. Era algo insólito en esta tierra despojada de todo. No vivía en una cabaña sino en una verdadera casa de piedra. Se veía como su trabajo
personal había reconstruido la ruina que
encontró a su llegada. Su techo era sólido y estanco. El viento que lo azotaba producía en las tejas el sonido
del mar sobre las playas.
Todo
estaba en orden, su vajilla limpia, el piso barrido, el fusil engrasado; su
sopa hervía en el fuego. Advertí
entonces que estaba impecablemente afeitado, que todos sus botones estaban
solidamente cosidos, que sus ropas
estaban minuciosamente remendadas, al punto que los remiendos parecían
invisibles.
Compartió
su sopa conmigo y cuando le ofrecí mi petaca de tabaco el me indicó que no
fumaba. Su perro silencioso como él, era amistoso pero no servil.
Dimos
por hecho, inmediatamente, que pasaría la noche allí; el pueblo mas cercano
estaba a mas de un día y medio de marcha, además yo conocía perfectamente el
carácter de los habitantes de la región. Hay unas cuatros o cinco aldeas alejadas
las unas de las otras, dispersas entre las
lomas de esos cerros entre bosquecillos de robles blancos al otro
extremo de las autopistas. Ellas son
habitadas por leñadores que hacían carbón de madera. Eran lugares donde se
vivía mal. Las familias apretadas las unas contra las otras. Ese clima de una rudeza extrema, tanto en verano
como invierno, aumentaba su egoísmo. La ambición irracional se desata en el
deseo continuo de escapar de ese lugar.
Los
hombres llevaban el carbón a la ciudad en sus camiones, para enseguida
regresar. Hasta los temperamentos mas
templados pueden ser doblegados por esta tarea. Las mujeres rumiaban sus
rencores. Competían constantemente por todo, …podía ser por la venta del carbón
o por su sitio en el banco de la Iglesia, por virtudes o vicios o una mezcla de
ellos. Y como si fuera poco el viento permanente les crispaba los nervios.
Habían epidemias de suicidios y
numerosos casos de locura, casi siempre homicidas.
El
pastor, que no fumaba, fue a buscar un saquito y esparció sobre la mesa su contenido. Un montón de bellotas.
Se
puso a examinarlas una a una con gran atención, separando las buenas de las
malas. Yo fumaba mi pipa. Le propuse
ayudarlos y me respondió que era asunto suyo. En efecto: viendo el
cuidado que ponía en la tarea, no
insistí. Aquella fue toda nuestra conversación. Cuando hubo escogido un gran
número de bellotas buenas, las separó por grupo de diez aprovechando de
eliminar las mas pequeñas o las que estaban ligeramente partidas, ya que las
examinaba con mucha atención. Cuando tuvo delante suyo cien bellotas perfectas
se detuvo y nos fuimos a dormir.
La compañía de este hombre daba paz. Al día
siguiente le pedí permiso para descansar un día mas en su casa. Lo encontró
absolutamente natural, o para ser exacto, me dio la impresión que nada podía
molestarlo. Este reposo no me era absolutamente necesario sin embargo estaba
intrigado y deseaba saber mas sobre el.
Hizo salir su rebaño y lo llevó a pastar. Antes de partir mojó en un de balde de
agua el saquito en el cual había guardado las bellotas que tan cuidosamente
escogió y contó.
Advertí
que a modo de báculo, el empuñaba una vara de hierro, gruesa como un pulgar, de
un metro y medio de largo. Fingí pasearme y seguí un camino paralelo al suyo.
El pastizal se encontraba en el fondo de un valle. Dejó su pequeño rebaño al
cuidado de su perro y subió hacia el lugar donde me encontraba. Temí que
viniera a reprocharme mi indiscreción pero no fue así, estaba en su camino y me invitó a
acompañarlo “sino tenía nada mejor que hacer” . Se dirigía a doscientos metros
de allí, en lo alto de la loma.
Una
vez en el lugar elegido empezó a clavar la barra de fierro en la tierra
haciendo hoyos en los que ponía una bellota para luego taparla.
Plantaba
Robles.
Le
pregunté si era su tierra. Me respondió que no. ¿Sabía a quién pertenecía?. No
lo sabía. Suponía que era una tierra comunal o quizás era propiedad de gente
que no se ocupaban de ella. No le interesaba
conocer a los dueños. Así plantó
las cien bellotas con sumo cuidado.
Luego
de la comida del mediodía, recomenzó a seleccionar las semillas. Pienso que fui
bastante insistente en mis preguntas ya que respondió a todas ellas. Desde hace tres años que planteaba árboles en
esta soledad. Había plantado cien mil.
De las cien mil habían brotado veinte
mil. De esa veinte mil, el esperaba perder la mitad a causa
de los roedores o de todo aquello que es imposible preveer en los
designios de la Providencia. Quedarían, por lo tanto, diez mil robles que
crecerían en esta tierra donde no había nada anteriormente.
Fue
entonces que me pregunté sobre la edad de este hombre.
Visiblemente tenía mas de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me
dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Fue propietario de una granja en la llanura.
Allí realizó su vida. Había perdido su
único hijo, luego a su mujer. Se había
retirado en la soledad donde el tenía el placer de vivir sin prisa, con sus
ovejas y su perro. Juzgó que esta región se estaba muriendo por falta de
árboles. Agregó que no teniendo ocupaciones mas importantes, había decidido
poner remedio a este estado de cosas.
Llevando
yo también una vida solitaria, pese a mi juventud, sabía tratar con delicadeza
las almas solitarias. Sin embargo cometí un error. Mi juventud, precisamente,
me llevaba a imaginar el futuro en función de mi mismo y de una cierta búsqueda
de la felicidad. Le dije que en treinta años estos diez mil robles serían
magníficos. Me respondió, con toda sencillez, que si Dios le concedía
suficiente vida, en treinta años habría plantado tantos otros que esos diez mil serían como una gota de
agua en el mar.
Por
lo demás, ya había comenzado a estudiar la reproducción de las hayas y cerca de
su casa tenía un vivero de ayunos. Las plantas, que el había protegido con una
cerca de alambres, eran realmente hermosas. Pensaba también plantar abedules en
las quebradas donde, me dijo, existía una cierta humedad a unos pocos metros de
profundidad.
Nos
separamos al día siguiente.
Un
año mas tarde estalló la guerra de 1914 (*) en la cual fui movilizado durante
cinco años. Un soldado de infantería no podía darse el lujo de reflexionar
sobre los árboles. La verdad este asunto no me había marcado tanto, lo consideré como un capricho, como una
colección de estampillas y lo había olvidado.
Al
término de la guerra me encontraba con
una minúscula prima de desmovilización pero con el gran deseo de respirar un
poco de aire puro. Sin idea preconcebida, salvo ella, retomé el camino de los
parajes desiertos.
La
región no había cambiado. Sin embargo mas allá del pueblo muerto, me pareció
ver en la lejanía una especie de neblina
gris que cubría las alturas como un tapiz. Desde la víspera había recomenzado a
pensar en ese pastor plantador de árboles. “ diez mil robles, me dije, ocupan
realmente un enorme espacio”.
Había
visto morir demasiada gente durante cinco años como para no imaginar la muerte
de Elzéard Bouffier, sobre todo que cuando estamos en la veintena se considera
a los
(*)
Primera Guerra Mundial.
hombres
de cincuenta como ancianos que no les queda otra cosa que morir.
No
estaba muerto. Mas aún, había rejuvenecido. Había cambiado de oficio. Ahora
tenía solo cuatro ovejas, sin embargo contaba con un centenar de panales. Se
había desprendido de sus ovejas que eran una amenaza para sus plantaciones de
árboles. Ya que, me contó, ( y lo constaté) no se había preocupado en absoluto
de la guerra. Había continuado imperturbablemente a plantar árboles.
Los
robles de 1910 tenían entonces diez años y eran mas altos que yo y que el. El
espectáculo era impresionante. Quedé literalmente sin palabras y como el no decía nada
pasamos el día en silencio a pasearnos en su bosque. El tenía, en sus
tres partes, once kilómetros de largo
por tres kilómetros en su parte mas ancha.
Cuando
recordamos que todo salió de las manos y del alma de este hombre – sin medios
técnicos – comprendemos que los hombres podrían ser tan eficientes como Dios en
otros dominios que la destrucción.
Había
continuado con su idea, las hayas que
ahora me llegaban al hombro y que veíamos hasta donde la vista alcanzaba, lo atestiguaban.
Los robles eran fuertes y habían pasado la edad de estar a la merced de los
roedores; En lo que refiere a la designios de la Providencia, tendría que echar
mano a ciclones para destruir la obra creada. Me mostró unos admirables bosques
de abedules que databan de cinco años atrás, es decir de 1915, de la época en
que yo combatía en Verdún. Los había situado en las quebradas, donde el pensaba,
con justa razón, que había humedad casi a flor de tierra. Eran tiernos y
decididos como adolescentes.
La
creación parecía por lo demás desarrollarse en cadena. A el no le preocupaba. Continuaba
obstinadamente su tarea simple. Descendiendo hacia la aldea vi correr agua en
riachuelos, que de memoria de hombre, siempre habían estado secos. Era la mas
maravillosa operación de reacción que he
visto nunca. Esos lechos secos habían visto alguna vez, en tiempos antiguos,
correr el agua por sus huellas. Algunas
de esas aldeas tristes de las que hablé
al comienzo de mi relato, fueron construidas sobre los vestigios de antiguos
pueblos galo-romanos de los cuales aún quedaban ruinas y en los que arqueólogos
habían escavado y encontrado anzuelos en lugares donde, en el siglo XX, eran
necesario cisternas para acumular un poco de agua.
El
viento también esparcía algunas granos de semillas. Al mismo tiempo que el agua
reaparecieron los sauces, los mimbres, los prados, los jardines, las flores y
una razón de vivir.
Sin
embargo la transformación era tan gradual que era percibida con algo normal sin
provocar asombro. Los cazadores que subían a estas soledades, persiguiendo
liebres o jabalíes, habían, evidentemente, constatado la abundancia de
arbolitos pero lo atribuían a los caprichos de la naturaleza. Es por ello que
nadie alteró la obra de este hombre. Si hubieran sospechado lo habrían
contrariado. Pero era insospechable. ¿Quién podría imaginar en las aldeas o en
las administraciones tal obstinación y maravillosa generosidad ?.
A
partir 1920, nunca dejé pasar mas de un
año sin ir a visitar a Elzeard Bouffier. Nunca lo vi flaquear ni dudar.
¡
Como saber si era el mismo Dios que no
lo apoyaba!. Nunca me di cuenta de sus adversidades. Pero debemos imaginar sin
embargo que para realizar tal hazaña fue necesario vencerlas; que, para
asegurar la victoria de tal pasión, debió luchar contra la desesperanza. Durante
un año plantó mas de diez mil arces. Todos murieron. Al año siguiente abandona
los arces recomienza con las hayas que crecían mejor que los robles.
Para tener una idea mas o menos exacta de su
carácter excepcional, debemos recordar que
el trabajaba en soledad absoluta, tan absoluta que, al final de su vida,
había perdido la costumbre de hablar o quizás, no veía la necesidad de hacerlo.
En
1933 recibió la visita de un guardia-bosque asombrado. Este funcionario le
ordena no hacer fuego al exterior, temiendo que ello pusiera en peligro el
desarrollo de este bosque natural. – Es
la primera vez- le dice este hombre ingenuo, que se veía crecer un bosque solo. A esta época,
iba a plantar la hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitar el trayecto de
ida y vuelta, (ya que tenía entonces 75 años) proyectó construirse una cabaña
de piedra cerca del lugar de sus plantaciones, cosa que hizo el año siguiente,
En
1935, Una importante delegación administrativa vino a examinar este “Bosque
natural”. En ella había un gran personaje de Aguas y Bosques, un diputado y
técnicos.
Se
pronuncian muchas palabras inútiles. Se
decide que era necesario hacer “algo”, felizmente no se hace nada, salvo la
única cosa útil: poner el bosque bajo la custodia del estado y prohibir que con
esos árboles se hiciera carbón. Era imposible
no sentirse subyugado por la
belleza de esos jóvenes árboles saludables y ello a tal punto que ejerció un
poder de seducción incluso sobre el Diputado.
Tenía
un amigo que venía entre los capitanes forestales de la delegación. Le expliqué
el misterio. Un día, una semana mas tarde, partimos ambos a la búsqueda de
Elzéard Bouffier. Lo encontramos en pleno trabajo, a veinte kilómetros del
lugar inspeccionado por la Delegación.
No
por nada este capitán era amigo mío. El conocía el valor de las cosas. Supo
mantenerse en silencio. Ofrecí los huevos duros que había traído como aporte
para la cena. Compartimos nuestra comida
en tres y las horas pasaron en una contemplación silenciosa del paisaje.
La
ladera por la cual veníamos estaba
cubierta de árboles de seis a siete metros. Me acordé del aspecto de esa región
en 1913 ; un desierto…
El
trabajo pasible y regular, el aire
vivificante de las alturas, la frugalidad y sobre todo la serenidad del
alma habían dado a este anciano una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. Me
preguntaba cuantas hectáreas iba aún cubrir de árboles.
Antes
de partir, mi amigo, hizo simplemente una breve sugestión a propósito de
ciertas esencias a las cuales los terrenos de allí parecían convenirles. El no
insistió. “ por la buena razón, me dijo mas tarde, que este hombre sabe mas que
yo”. Al cabo de una hora de camino – cuando su pensamiento fue claro en el –
agrega: ¡Sabe mas que todo el mundo. Ha encontrado una magnifica manera de ser
feliz!
Fue
gracias a este capitán que no solo el
bosque sino que también el bienestar de este hombre fueron protegidos. Nombró a
tres guardias forestales, y los sermoneó de tal manera que fueron insensible a
los cohechos que los leñadores pudieron proponerles.
La
obra solo corrió peligro durante la guerra de 1939. (**)
(**)
Segunda Guerra Mundial
En esa
época los automóviles funcionaban con
gas y todo la madera que se podía encontrar era insuficiente para producirlo.
Empezaron a cortar los robles plantados en 1910, pero los sectores estaban tan
alejados de las rutas de transporte que no fueron interesantes del punto
financiero para las empresas y los cortes fueron abandonados. El pastor nada
supo de aquello. Estaba a treinta kilómetros de allí y continuaba
tranquilamente su trabajo, ignorando la guerra del 39 como había ignorado la
guerra del 14.
Vi
a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces 87 años. Yo
había retomado la ruta del desierto pero ahora, a pesar del estado lamentable
en el cual la guerra había dejado la región, había un bus que hacía el servicio
entre el valle de Durance y la montaña. Pensé que fue debido a este medio de
transporte relativamente rápido, que no era capaz de reconocer los lugares de
mis últimos paseos. Me pareció que la
ruta me hacía pasar por lugares nuevos.
Fue necesario el nombre de una aldea
para comprender que yo estaba sin duda en la región que otra vez vi en ruinas y
desierta. El bus me dejó en Vergons.
En
1913, ese grupo de diez o doce casas tenía tres habitantes. Ellos eran
salvajes, se detestaban y vivían de la caza de trampas, mas o menos en el
estado físico y moral de los hombres de la prehistoria. Las ortigas devoraban
las casas abandonadas. Sus condiciones de vida no tenían avenir. Solo podían
esperar la muerte; situación que no predispone en absoluto a la virtud.
Todo
había cambiado, incluso el aire. En lugar de los ventarrones secos y brutales,
que me acogían en ese entonces, soplaba un viento suave cargado de aromas. Un
sonido parecido al del agua venía de las alturas: Era el viento en los bosques.
Finalmente
lo mas sorprendente, escucho el sonido del agua que corría en un estero. Habían
construido una fuente y en ella el agua era abundante. Lo que me conmueve aún
mas, habían plantado un tilo que debía tener ya unos cuatro años, símbolo
incontestable de una resurrección.
Por
lo demás Vergons mostraba signos de
trabajo y de un proyecto. Es decir la esperanza estaba de vuelta. Habían
limpiado las ruinas, demolido los muros en mal estado y reconstruido cinco
casas. La aldea contaba ya con 24 habitantes, de los cuales cuatro eran jóvenes
parejas. Las casa nuevas donde veíamos el trabajo realizado, estaban rodeadas
de jardines hortícolas donde crecían mezcladas pero bien alineadas, las
legumbres y las flores, los repollos y los rosales, los puerros y los bocas de
dragones, los apios y las anémonas.
Era
ahora un lugar donde daba gusto vivir.
A
partir de allí continué mi camino a pie. La guerra de la cual veníamos a penas
de salir no había permitido el florecimiento completo de la vida, pero Lázaro estaba fuera
de su tumba. En las laderas de la
montaña se veía crecer campos de cebada y centeno y en el fondo de los
estrechos valles el verdor de algunas praderas.
Bastaron
ocho años, que nos separaba de esa época, para que toda la región
resplandeciera de vitalidad y prosperidad. En el lugar donde vi ruinas en 1913,
hoy veíamos granjas bien cuidadas y hermosas, en las que se adivinaba
una vida dichosa y confortable. Los antiguos manantiales alimentados por las
lluvias y la nieve que retienen los bosques volvían a brotar. Las aguas fueron canalizadas. Junto
a cada granja , en los bosquecillos de arce, los estanques de los manantiales
rebosaban sobre tapices de menta fresca. Las aldeas se reconstruyeron poco a
poco.
Gente venida de la llanura, donde la tierra es
cara, se estableció en la región aportando juventud, desarrollo, espíritu de
aventura. En el camino encontramos hombres y mujeres bien alimentados,
muchachos y muchachas que sabían reír y que habían recuperado el placer de las
fiestas campestres. Si contamos la antigua población, irreconocible desde que
ella vive gratamente, y los recién llegados, concluiremos que mas de diez mil
personas deben su felicidad a Elzéard Boufier.
Cuando
pienso que un solo hombre, reducido a sus simples recursos físicos y morales,
fue suficiente para hacer surgir del desierto este país de Canaán, encuentro que a pesar de todo
la condición humana es admirable. Pero cuando llevo la cuenta de todo lo que ha
sido necesario en constancia en la grandeza del alma y perseverancia en la
generosidad para obtener este resultado, no puedo sino sentir un inmenso
respeto por este viejo campesino que llevó a cabo esta obra digna de Dios.
Elzéard
Bouffier murió apaciblemente en 1947en el Hospicio de Banon
EPILOGO
Jean
Giono escribió este cuento en 1953 a pedido de la revista estadounidense The Reader’s Digest. Para ser publicado
en la sección : “El personaje mas extraordinario que haya conocido”.
En
1957, Giono envió la siguiente carta a uno de sus lectores, El Conservador de
Aguas y Bosques de Digne, El señor Valdeyron:
Estimado
Señor,
Lamento
decepcionarlo, pero Elzéard Bouffier es un personaje inventado. La finalidad
era hacer amar el árbol o mas bien hacer querer el plantar árboles, que ha sido
desde siempre una de mis ideas mas
queridas. Y si juzgamos por el resultado, este fin a sido logrado por este
personaje imaginario. El texto que usted a leído como “Trees and life” ha sido traducido al Danés, Finlandés, Sueco,
Noruego, Inglés, Alemán, Ruso, Checo, Húngaro, Español, Italiano, Yiddish,
Polonés. Yo he entregado mis derechos gratuitamente para todas estas
reproducciones.
Un
estadounidense vino a verme hace poco tiempo para pedirme la autorización de
imprimir este texto a 100 mil ejemplares para distribuirlos gratuitamente en
Estados Unidos, lo que evidentemente acepté . La Universidad de Zagreb ha hecho
una traducción en yugoslavo.
Es
uno de mis textos del cual me siento particularmente orgulloso. Jamás he ganado
un centavo con el y es por eso que a realizado la tarea para la cual lo
escribí.
Quisiera
reencontrarlo, si le es posible, para conversar precisamente de la utilización
práctica de este texto. Creo que ha llegado la hora que hagamos una “ política
del árbol’ reconociendo que la palabra política parece mal adaptada.
Muy
cordialmente.
Jean
Giono.